Dulce introduccion al caos

De pequeña quería ser druida. Después bailarina y pintora, luego antropóloga, química y médica. De joven me imaginaba siendo camionera, surcando las carreteras de norte a sur escuchando leño con el viento de cara. Geóloga, bióloga y un montón de ólogas.

Al final estudié trabajo social. Pero eso no es lo importante, aunque los que me conocen saben que el trabajo social para mí, es de mis impulsos primarios.

En colegio e instituto sufrí la educación bancaria, que me hacía sentirme inútilmente no valida, limitada e insegura. Después de tiempo entendí que mi vocación era ser libre, y no esclava de un sistema que buscaba obreras donde yo y mi esencia creativa y rebelde no encajábamos.

Un verano adolescente todo se lleno de sentido. Descubrí, tratando de cambiar el mundo desde nuestra Asociación Juvenil, que mi vocación era crear espacios, vincular a la gente, construir energía viva, llena de esperanza y probar a ensayo error… A veces, era tan fuerte el movimiento que las rupturas movían el corazón hasta dejarnos sin fe en desierto total, y dolía. Luego aprendía.

Tuve la suerte de contar con buenos maestros y maestras en el camino, que me hicieron entender una ley básica sin perder la fe en mí: venimos a aprender. Y así me permití decepcionar un montón de veces a mi entorno y a mi misma sin que nadie me arrebatara ni el amor a la vida ni las ganas de seguir cambiando el mundo.

Así fue, en cada aventura, en cada viaje, en cada huida de mí y de los demás.

Desde muy joven aposté fuerte en el mundo asociativo, vinculándome a entidades y coordinando proyectos diferentes: aprendiendo, experimentando y descubriendo. La lista es larga.

Siempre me rodee de músicos, no  por casualidad. De ellos aprendí la riqueza de la diversidad, la ternura en la creación y el compartir, la capacidad de viajar inmediatamente a un espacio protegido, un lenguaje común: la música. En éste aprendizaje decidí formarme en la capacidad de la música de sanar y acompañar internamente a las personas.

Desde niña, soñaba con unas mujeres de pañuelo blanco que le gritaban a las dictaduras militares y decidían socializar la maternidad, ellas, que años más tarde pude acompañar en la plaza, ellas que daban pasos al contrario de las agujas del reloj. Tuve esa suerte y aprendizaje a través de lo que para mí es la mejor escuela de disciplina, ética y política que conocí en Asturias y parte del extranjero: Soldepaz Pachakuti.

De Colombia, los viajes, las idas y venidas aprendí sobre todo que el corazón mueve mares, vincula a personas e interfiere la vida de otros de manera inimaginable. También que la justa rabia hay que llevarla desde el optimismo, desde la fe incansable de ir como hormiga creando un mundo diferente, aunque exista el terror, aunque avance: “el aleteo de una mariposa…”

En Honduras me tropecé conmigo misma, y el género. “si las mujeres contaran sus verdades el mundo reventaría”. Mientras, Yajaira, me mostraba un mundo injusto y desigual que tenía directa relación con otros que yo habitaba, algo que recordaba a lo que un tal Ghandi dijo: “vive simplemente para que otros puedan simplemente vivir”. Meses después ella tiraba piedras contra una dictadura y también aprendí de la valentía de un país y sus personas.

Festivales aquí y allá, cursos, encuentros, intercambios, seminarios, talleres… Un montón de vueltas y revueltas, de conspiraciones y formaciones, de sueños compartidos y locuras pasajeras con día y hora, con un montón de miradas cómplices.

La Red de Educación para la participación Creando Futuro, y mis compañeras de la red, siempre fue y fueron “la rama que me ayuda crecer” abriéndome posibilidades vitales, herramientas y acompañándome en mi aprendizaje.

En 2010, fui seleccionada y becada durante tres años por la Red de OIYP, como la única española para formar parte del programa de Jóvenes en Acción. En India me llené de esperanza, de ver como jóvenes de países para mi desconocidos reinventaban el mundo para llenarlo de paz, así fuera a ponchazos. También me reafirmé en la mirada global, y la necesidad local.

Fue el proceso de muerte de mi abuela, su dolor e indignación con la vida, lo que me hizo cambiar el rumbo de las cosas. A ella la acompañé con amor pero sobre todo autenticidad. De niña política pase a mujer. Y ahí empecé a plantearme, después del acompañamiento a víctimas de derechos humanos en América latina, que la rabia de una guerra inconclusa desde el bando vencido dolía en el alma hasta enfermar. Y abrí una puerta a una búsqueda de encontrar el eje necesario para vivir en calma, y poder así, seguir caminando en la construcción de un cambio político.

Lo encontré en 2012 en el máster de ecología emocional. Con la fuerte creencia que la política tenía algo que ver con la gestión de las emociones, con hacernos libres desde dentro. Mientras me rodeaba de un ambiente poco ecológico y puramente
ácido para el corazón. Los dos años de máster fueron un viaje hermoso, intenso y complicado.

La danza, la música, los cuencos tibetanos y el resto de artes creativas me ayudaron a protegerme del mundo y salvarme de la vida, a hacer caminar la palabra.

Tenía un aprendizaje pendiente que hacer de autonomía y confianza, y de ahí nació el laboratorio, arropado por el calor de mis compañeras de máster que, sin saberlo, recuperaron mi historia para darle sentido y la convirtieron en un diamante.

De pequeña quería ser druida. Después bailarina y pintora, luego antropóloga, química y médica. Camionera, surcando las carreteras de norte a sur escuchando leño con el viento de cara. Geóloga, bióloga y un montón de ólogas.

Al final estudié trabajo social. Pero eso no es lo importante. Fui un poco de todas esas cosas.
Gracias a las experiencias significativas que me permiten jugar, crear, construir, cambiar. Y ahora trasmitir y continuar con este nuevo proyecto con el que crecer.

Gracias a la vida…

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